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Remordimiento: una tortura

Las dulces manos de Agatha, tocaban las delicadas cuerdas del violín, al ritmo de su increíble interpretación. Ese violín que le dio su abuelo, antes de partir hacia una muerte segura en el frente oriental. En ese lugar, todos vestían de forma elegante y ostentosa. Esa noche, en su presentación en parís, logro cautivar a todos los asistentes, sin embargo, ella no lo disfrutaba como era usual, ya no podía. Su cabeza estaba llena de remordimientos, qué durante un tiempo, sólo se pudieron apaciguar al momento de recrearse con su instrumento. Ya no aguantaba más. 
Ella era feliz con Anton. Todo apuntaba a que pudieron haber sido una feliz pareja alemana, sin preocupaciones y sin descendencia. Mas, aparentemente, para ella, los hombres no podían renunciar a sus necesidades más básicas. Si alguna señorita se les insinuaba, ellos no desperdiciarían la oportunidad. Esto lo aprendió, justo después de que Anton, se acostará con otra. La chica se llamaba Doreen. Era polaca y florista. Agatha realmente no sabía cómo Anton la había conocido. Era consiente que su relación actual con Anton no estaba en su mejor estapa, pero nunca espero una traición. Los descubrió, en un sobrio crepúsculo, mientras llegaba cansada a su casa, después de un concierto en su natal Alemania. 
En esa ocasión su casa tenía un aura de lujuria y desenfreno. Vio a la despreciable florista junto a su pareja, mientras fornicaban en su sala. Contemplo por unos instantes, como ella, al estar sobre él, lo disfrutaba. Observó con rabia como él se regocijaba de placer. Toda la escena, junto al sexo y a los senos de Doreen al descubierto, causaba una cólera terrible en Agatha. Agatha tenía claro que Doreen, tenía, sin dudarlo, un mejor cuerpo que ella, Doreen era físicamente hermosa en todo aspecto. Cuando llegaron a percatarse de la presencia de otra persona y pararon, dejando el acto sin culminar, ya las lágrimas bajaban sin control por las preciosas mejillas de Agatha.  
Doreen, impudorosa, tan sólo se apartó de Anton, para posteriormente ir al cuarto principal, donde seguro se arreglaría para volver a su casa. Anton sólo se sentó y se arregló el pantalón, no dijo nada, no tenía que explicar algo a Agatha, todo estaba muy claro. Al mismo tiempo que el maquillaje se le corría, Agatha fue a la cocina y tomó un cuchillo grande. Lo escondió atrás de ella. Emprendió su viaje de vuelta a donde se encontraba Anton. Al encontrase, lo miró a los ojos, lo besó, bajo lentamente su mano libre buscando el sexo del chico y lo tomó con fuerza tras buscarlo debajo de su ropaje. Él estaba sorprendido y confundido. Ella dejo de besarlo. Se agacho mientras aún sostenía su miembro, y en un movimiento rápido pero brutal, encajó su artefacto profundamente con todas sus fuerzas en la zona púbica del muchacho. Él se tiró de dolor al suelo, y al instante soltó un grito. Ya en el suelo e indefenso, Agatha lo apuñalo otras dos veces más en la misma zona. 
Bañada en sangre, se dio la vuelta para ver como Doreen, aún desnuda, estaba aterrorizada y sin poder moverse. Sin dudarlo, se abalanzo sobre Doreen, la cual poco pudo hacer ante los impulsos de venganza de Agatha. 
Agatha la apuñalo más de 15 veces en todo el cuerpo. Quería matar a Doreen, pero no a Anton, vería como él sufría un dolor inmenso por un tiempo prolongado. No se detuvo a pensar que había hecho. Con los dos en el suelo, Doreen muerta y Anton sin poder hablar por el dolor, Agatha, apresuradamente, se cambió de ropa y dejó el lugar. 
Muy recurrentemente, tenía recuerdos de ese día. Esa noche en París no fue la excepción. Sabía que las autoridades estaban tras ella y que con certeza la apresarían. Siempre pensaba en su horrible pecado todas las noches, estando en la cama. Era una tortura para ella. 
Sabía que él lo merecía, pero la culpa la abrumaba igualmente. ¿Acaso la joven mujer también lo merecía? ¿Acaso el castigo fue justo? Había algo de ella que le indicaba que sí, que actuó bien, pero su parte más humana creía que ella misma era un monstruo. Esa sombría noche ella le dio solución al dilema. No quería entregarse a la policía, además no podría vivir con la culpa. No tenía otra opción. 

Disparó.

Alejandro García Mercado

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